Helena Selva segunda entrega

Ya ha pasado un tiempito y a la pequeña Helena y a su familia empiezan a rondarles varias situaciones interesantes. Creo que el texto también se está convirtiendo en otra cosa y por el momento intuyo para dónde va el cuento, pero no sé exactamente en qué terminará. Suena raro para el lector común, aunque supongo que para los que andamos en el intento de la escritura el tema del rumbo de nuestras narraciones es, en la mayoría de los casos, la causa de nuestros desvelos. Va la segunda entrega del cuento. Sigo aceptando comentarios.

La vida se desborda…

Faltaba un minuto para la media noche cuando la luna llena se encendió en un brillo inusual, tan fuerte, que el gallo kiko cantó como si el mismo sol hubiera asomado. En las pesebreras las bestias relinchaban inquietas, mientras un coro dulce de chicharras arrullaba a la montaña entera. En ese preciso momento, el último esfuerzo, el aliento final, el grito libertario; luego de un trabajo de parto que duró trece horas con cincuenta y cuatro minutos, doña Celeste Durán, madre de cuatro hijos varones daba a luz a su quinta y única hija, que sería recordada por haber nacido un 29 de febrero, al filo de la media noche, en la vereda La Quisayá, a muchos kilómetros de la civilización y el progreso, muy cerca de donde el tigre vive para comerse al yulo y el cielo destella todos los días en gotas de cristal que se incrustan en un inmenso colchón de tierra, cobijado de verde profundo y que siempre huele a vida.

Era poco lógico pensar que algo extraordinario sucediera o estuviera por suceder con este alumbramiento, la ocasión daba más bien para pensar que se trataba de un parto más, un llanto más, una boca más que alimentar. Lo cierto es que con el primer berrido de la pequeña todo quedó en silencio; un silencio como el silencio que espera por la siguiente palabra por decir, como el pensamiento que se libera y se va, el instante de palidez que antecede al desmayo, la exhalación tras el dolor extinto, un silencio que duró justo hasta el segundo berrido de la niña y el tercero y el cuarto y todos los demás, seguidos de las respectivas sabanas limpias, felicitaciones, bendiciones y vivas que suelen aparecer en ocasiones como esta.

En el rancho esa noche había poca gente; un compadre borrachoso que venía con la excusa de ver qué se ofrecía y que apenas oyó el llanto prendió carrera hacia la guarapería buscando con qué celebrar, la vieja Elodia matrona experta y malgeniada que había ayudado a venir al mundo a media vereda y los niños: Jesús, Aquenio, Fausto y Hurbano con los ojos cuarteados y bostezando junto al fogón de leña porque esa noche además de no haber nada que comer, tampoco había quien se hiciera cargo de menester alguno en la cocina. Eso si llegada la hora, la vieja Elodia ya tenía lista una olla de agua caliente y quién sabe de dónde sacó una gallina que despescuezó y desplumó en un santiamén para hacerle caldo a la recién parida.

Nadie imaginaba cómo la vida daría un nuevo giro con la llegada de la niña a este mundo, ni el mismo Antonio Sébaco, hijo mayor del viejo Segundo y ahora padre de la recién nacida Helena, que a cientos de kilómetros de la Quisayá y luego de tres meses raspando coca había caído en cama por leishmaniosis. En el instante del nacimiento se despertó sumergido en el hielo de su propio sudor y creyó ver a su pequeña hija que se desvanecía en una espesa neblina mental. Y se sentó a llorar su propia muerte, en el mismo momento en que Helena dejaba escapar su primer llanto de vida.

Y de hecho en los minutos siguientes las cosas sí que empezaron a cobrar un orden nuevo. Si bien el berrido inicial de Helena parecía haber silenciado al mundo entero, el universo mismo entró en movimiento con su primera sonrisa, la primera de tantas, la expresión viva de una alegría que la acompañaría hasta el día de su muerte. Las chicharras volvieron a zumbar con fuerza, las bestias relincharon sin parar, el gallo Kiko soltó su canto más bonito y todo aquello se convirtió en un rumor inquebrantable que fue llenando el espacio y recorrió cada paraje de aquella montaña, llegó hasta la quebrada y se trepó en cada árbol, brincó por cada rama, y se posó en cada nido, luego bajó y se metió en la tierra y siguió sonando tan fuerte que en el rancho y en la vereda La Quisayá y mucho más lejos de allí, llegó hasta los oídos de Antonio como un bálsamo refrescante que le dio un segundo aire y entonces al parecer empezó a comprender lo qué estaba sucediendo.

La vida continúa…

Celeste, mujer recia y de torso largo tenía la piel acaramelada por diez mil jornales bajo el sol. Nació y se crío al sur, en las estribaciones de la cordillera oriental, allá donde los Andes se funden en un beso interminable con la llanura amazónica, un lugar maravilloso que daba buena cuenta de la existencia del paraíso terrenal, pero también una tierra sembrada con la bota y el fusil de los hombres más crueles que el mundo haya visto y cuyas obras hablaron también de la innegable existencia del infierno terrenal.

Y precisamente por todas estas condiciones fue que Celeste se crió en la ardua tarea de existir en un mundo en el que había que saber de todo y hacer lo que fuera menester, sin quejarse de nada. Así se lo enseñaron las capuchinas con las que creció en el convento y a las que en parte les debía su tesón y esa inmensa capacidad para resolver cualquier problema, además de una tremenda habilidad para obtener los mejores frutos de la tierra, crear invaluables obras en macramé, cestería, talla en madera, costura y reproducir con una memoria que llevaba grabada en la piel, la crianza de los hijos con mano dura, para que no se fueran a torcer. Por eso y por otras tantas cosas tan duras de recordar como de contar y que ya le habían hecho suficiente callo en el alma, fue que Celeste estuvo en pie muy temprano a la mañana siguiente al parto, decidiendo las tareas del día y viendo que sus 4 hijos varones ayudarán con el ordeño y se fueran para la escuela.

Como a las ocho de la mañana cinco arrendajos llegaron al almendro que estaba sembrado al lado del rancho y empezaron a trinar repetidamente uno enseguida del otro, con ese canto que parece una gota gigantesca que se desprende desde la altura y se sumerge en un charco profundo y las cinco aves sonaban como marimba en fiesta de cimarrones y entonces Celeste se acordó de Helena. En ese momento apareció Elodia con unos calostros para que la madre se fortificara y le diera de su vigor a la pequeña Helena. No le asombró que Celeste ya estuviera en acción, ni mucho menos que se le hubiera olvidado la recién nacida. Pusieron café y se sentaron junto al fogón, mientras Celeste amamantaba a Helena,

- Tiene su mirada Cele, brillosa y profunda, dijo Elodia
Celeste guardó silencio por un instante,
- Es cierto, dijo, y ya abrió los ojos…
- Porque es una Sébaco hija linda, no se acuerda? Así ha sido con los otros cuatro y con toda la descendencia del viejo Segundo, incluido su marido.
- Una Sébaco, valiente cosa, si por lo menos el taita se hubiera percatado de que la niña estaba por llegar a este mundo… Se quedó en silencio nuevamente y reaccionó otra vez,
- …Así ha sido con toda esa plaga hija del viejo Segundo, se los traga la montaña y nunca se sabe cuando los vuelve a escupir.

Pero la montaña ya había tomado su decisión. Esa madrugada Antonio no solo recibió la señal de Helena en su delirio, si no que a él llegó con el rumor de la noche, algo así como la fuerza vital de su hija, que bien puede verse como el aliciente que su intuición le brindó de saberla viva o como la magia misma de la selva que lo llenó de ganas de salir de allí con vida y de volver a la Quisayá, aunque aún le faltaba el aire y la herida en su pierna cada día se veía peor que el anterior. Fue entonces cuando llegó de sopetón al campamento el Taita José, un sabedor chamánico descendiente de indígenas Inganos y Kamsaes del Putumayo, considerados por todas las tribus amazónicas como los médicos sagrados. Y sin dejarlo siquiera chistar palabra lo fue llamando por su nombre y lo invitó a que conversaran afuera del cuchutril, sin testigos.

- Tengo algo importante que decirle Antonio Sébaco.
- Cómo sabe mi nombre ¿Quién es usted?
- Soy José, vengo de lejos y tengo algo importante que decirle.

Antonio se quedó perplejo ante las palabras del indio y aunque tuvo una sensación de confianza hacia él, pensó para sí que en este mundo no hay que confiar en nada ni en nadie.

- Diga…
- El camino está hecho y es conocido
- No le entiendo. Qué me quiere decir?
- Anoche, en sus sueños. Es hora de volver, de continuar…


La vida da vueltas y vueltas…

Todas las mañanas a la misma hora, los cinco arrendajos llegaban al almendro sembrado al lado del rancho y trinaban como marimba en fiesta de cimarrones, mientras Helena pataleaba y sonreía y su madre la contemplaba por un momento desde la puerta pensando en el paradero del padre, en lo dura que podía ser la vida para un ser tan indefenso, pero a la vez en su corazón se movía la fuerza de su aguerrido temperamento y entonces le gritaba,

- Helena, mi reina se me queda bien juiciosa que yo ya vengo.

Y la pequeña Helena colgada en su hamaca de Cumare, miraba a su alrededor, riéndose quién sabe de qué y jugando con un algo o alguien que habitaba el espacio y sus inmensos ojos negros se abrían y se cerraban entre risotadas y pataleos en un disfrute absoluto por la vida. No parecía importarle mucho la soledad y mucho menos cuando empezó a recibir las más peculiares visitas. Justo un instante después de que su madre entraba en el siembro contiguo al rancho alguna figura alada, reptil o multípeda se aparecía en la habitación. Pero de esto nadie se había dado cuenta hasta que un día se posó en la soga de su hamaca un hermoso Tucán que comenzó a mirarla y a llamarla con un chillido agudo que la niña empezó a imitar y se trenzó el más grande coloquio bebe-tucán que el mundo haya podido imaginarse. Cuando Celeste regresó no pudo distinguir cuál de las dos criaturas emitía el chillido más agudo y por un momento sintió pánico por su hija que al verla soltó una carcajada de lo más natural. El pobre Tucán emprendió la huida aleteando en desorden y tratando de encontrar la salida dejó una constelación de plumas por toda la habitación. Aquel Tucán siguió merodeando el rancho y Celeste decidida a resolver la situación cargó la escopeta y salió de cacería. Cuando llegó al corredor, Helena que por esos días perfeccionaba su técnica de gateo, estaba sentada frente a frente con el hermoso Tucán haciendo la venía cual dama de la corte. Celeste intentó apuntar con la escopeta y sus ojos se encontraron primero con uno de los ojos del Tucán que la miraba de lado como preguntándole por sus actos y luego con los ojos de Helena que se sonrió con toda la ternura del mundo y la mujer no tuvo de otra que aceptar, con algo de recelo, el comienzo de esta nueva amistad. A partir de ese día el Tucán se pasó a vivir al almendro del patio y le hacía los agudos al coro de arrendajos que todas las mañanas cantaban una nueva sinfonía para Helena.

En la montaña, ya no tan lejos de la Quisayá, Antonio seguía luchando contra la enfermedad, con ayuda del Taita José que se convirtió en su benefactor y acompañante en el trayecto de regreso a casa. Habían sido largas semanas de camino, a veces por trochas, a veces atravesando la espesura de la inmensa cordillera tapizada de monte y repleta de peligros. El taita José ya le había dicho todo lo que tenía para decirle a Antonio, que había decidió guardar hermético silencio ante las revelaciones del chamán que además ya había hecho uso de todo su conocimiento para curarlo de la terrible leishmaniosis, logrando que la infección cediera apenas lo suficiente para emprender la caminata con rumbo norte en busca de su familia.

Helena Selva

Desde hace poco más de un año, ando con la idea de escribir sobre esta región. Luego de mucho pensarlo y de botarle corriente con un par de personas, armé el esquema de un cuento fantástico (no sé hasta que punto) que estuvo guardado todo este tiempo en la memoria de 2 GB que me acompaña, hasta que hace un par de días, no sé por qué razón se me ocurrió inciar la narración. Para quienes quieran enterarse poco a poco, aquí va la primerita entrega de Helena Selva, acepto comentarios, sugerencias y corrección de estilo. De paso inauguro el capítulo: Lo que estoy escribiendo, en este blog.
Helena Selva

A las 11 y 59 de la noche la luna llena se encendió en su máximo brillo, el kiko cantó como si llegara un nuevo día mientras las bestias relinchaban inquietas en la pesebrera y un coro dulce de chicharras ensordecía la montaña entera. En ese preciso momento ocurrió el último esfuerzo, el aliento final, el grito libertario; luego de un trabajo de parto que duró trece horas con cincuenta y cuatro minutos, doña Celeste Durán, madre de cuatro hijos varones daba a luz a su primera y única hija, que sería recordada por haber nacido un 29 de febrero, al filo de la media noche, en la vereda La Quisayá, que para un mejor entendimiento debo decir, queda a muchos kilómetros de la civilización y el progreso, pero muy cerca de donde el tigre vive para comerse al yulo y el cielo destella casi todos los días en gotas cristalinas que se incrustan en la tierra cobijada con un verde profundo que huele a vida.

Era poco lógico pensar que algo extraordinario sucediera o estuviera por suceder con este alumbramiento, la ocasión daba más bien para pensar que se trataba de un parto más, un llanto más, una boca más que alimentar, en tiempos en los que a la supervivencia se le sumaba la escasez y se le restaba la oportunidad. Lo cierto es que con el primer berrido de la pequeña todo quedó en silencio; un silencio como el silencio que espera por la siguiente palabra por decir, el pensamiento que se libera y se agota, el momento de palidez antes del desmayo, el fin de la exhalación tras el dolor extinto, un silencio que duró justo hasta el segundo berrido de la niña y el tercero y el cuarto y todos los demás, seguidos de sabanas tibias, felicitaciones, bendiciones y vivas que suelen darse en estas ocasiones.

En el rancho esa noche había poca gente; un compadre que venía de lejos para ver qué se ofrecía y que apenas vio a la niña salió cabalgando hacia el caserío en busca de aguardiente para celebrar, la vieja Elodia matrona experta que había ayudado a venir al mundo a media vereda desde su fundación y los niños: Jesús, Aquenio, Fausto y Hurbano que con los ojos cuarteados bostezaban junto al fogón de leña porque esa noche además de no haber nada que comer en la cocina, no había quien cocinara siquiera una aguapanela para matar el hambre. Eso si llegada la hora, la vieja Elodia ya tenía lista una olla de agua caliente y quién sabe de dónde sacó una gallina que despescuezó y desplumó en un santiamén para hacerle caldo a la recién parida.

- Tiene su mirada Cele, brillosa y profunda, dijo Elodia
Celeste guardó silencio por un instante,
- Es cierto, dijo, - pero por qué abrió los ojos tan rápido?
- Porque es una Sébaco hija linda, no se acuerda? Así ha sido con todos sus guambes y con los del viejo Segundo.
- Una Sébaco, valiente cosa, si por lo menos aquel se hubiera percatado de que la niña estaba al caer. Se quedó en silencio nuevamente y reaccionó diciendo:
- …Así ha sido con todos mis hijos y así ha sido con todos los de su padre el viejo Segundo, se los traga la montaña y nunca se sabe cuando los vuelve a escupir.

Nadie podía imaginar cómo la vida empezaba a cambiar con la llegada de la pequeña a este mundo, ni el mismo Antonio Sébaco, su padre que a 500 kilómetros de ahí y luego de tres meses raspando coca había caído en cama por leishmaniosis y en el instante mismo del nacimiento despertó hecho sudor, viendo a su pequeña hija en imágenes que se perdían en una espesa neblina mental. Y se sentó a llorar su muerte en el mismo momento en que la hija emitía el primer llanto de vida.

Una Madrugada de 2002

mis sueños me despertaron muy temprano
extrañas sensaciones de lejanía y soledad
anhelos escondidos del sabor a tu compañía
ensoñación color de amanecer en tus brazos
desenfrenada locura de miradas que se encuentran
sosiego repentino de un cálido abrazo al reencuentro
armonía infinita de saberte cerca...de saberte mía...

Estado del tiempo

Hoy la mañana se despertó con un cielo frágil sobre el territorio de mi piel.
En la superficie, el termómetro registró menos cinco grados de ti y cuando el sol se levantó me propuso rescatar mis sueños de la helada.
Al medio día la presión baroanímica mostró un vaivén cargado de recuerdos, aunque el clima de mi corazón registraba viento en calma y temperatura estable.
Hoy la tarde se hizo gris y un chubasco de tristeza quiso adueñarse de mi atmósfera.
En mi anochecer la luna no asomó y las golondrinas desconcertadas alzaron su vuelo más temprano que de costumbre pues la tormenta de olvido, al fin se desató.